Crecimos pasando la vida en bordes de precipicios. Eso nos enseñó a no tener miedo, nunca. A seguir cada día adelante. Nos jugábamos la vida sobre una cuerda, cayendo casi al vacío.
Hacia arriba.
Hacia arriba.
Sonreímos. Porque no tenemos ganas de seguir cabizbajos caminando sin caminar.
Nos seguimos -unos a otros- como pequeños gorriones en busca de un trozo de pan. A pesar de todo, siguen apareciendo truenos en nuestras cabezas y golpean tan fuerte que somos sordos de nacimiento.
No escuchamos, porque nos enseñaron a tener los oídos taponados. Nos obligaron a ver la mitad de lo que deberíamos
y crecemos sin tener ni idea.
Subimos escalones agarrados a una cuerda por si acaso caemos escalera abajo.
Y nos inyectaron el "por si acaso" como si de una vacuna se tratase. Durante años, hasta ser el conejo de indias de otros.
Nunca nos seguimos, caminamos en soledad y nos quejamos de la no compañía.
Necesitamos escapar cada vez que cae una piedra.
Huir porque así nos han enseñado.
Y callar porque está mal gritar.
Resucitamos de entre los resultados más criminales,
nos cortamos el cuello entre nosotros
y caminando sin cabeza tuvimos los pies metidos en el escombro.
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