martes, 18 de diciembre de 2012

Quiéreme. Daniel Orviz.

Quiéreme.
Manifiéstate de súbito.
Choquémonos como por arte mágico
en el Bukowski, un miércoles.
Pidámonos disculpas. Sonriámonos.
Intentemos tirar el muro gélido
diciéndonos las cuatro cosas típicas.
Caigámonos simpáticos.
Preguntémonos cosas.
Invitémonos a bebidas alcohólicas.
Dejémonos llevar más lejos. Déjame
que despliegue mi táctica.
Escúchame decir cosas estúpidas
y ríete. Sonríeme. Sorprendete
valorándome como oferta sólida.

Y a partir de ahí, quiéreme.
Sin rúbica, pero por pacto táctico 
acepta ser mi víctima. 
Déjame que te lleve hacia la atmósfera, 
acompáñame a mi triste habitáculo. 
Sentémonos, mirémonos, 
relajémonos y pongamos música. 
De pronto, abalancémonos. 
Besémonos con hambre, acariciémonos, 
desnudémonos rápido
y volvámonos locos. Devorémonos
como bestias indómitas. Mostrémonos 
solícitos en cada prelegómeno.
Derritámonos en brazos cálidos. 
Convirtámonos en húmedos océanos. 
Ábrete a mí, abandónate y enséñame
el sabor de tus líquidos. 
Mordámonos, toquémonos, gritémonos, 
permitámonos que todo sea válido
y sin parar, follémonos. 
Follémonos hasta quedar afónicos. 
Follémonos hasta quedar escuálidos. 
Durmámonos después, así, 
abrazándonos. 

Y al otro día, quiéreme. 
Despidámonos rígidos, y márchate
de regreso a tus límites, 
satisfecha del paréntesis lúbrico
pero considerándolo algo efímero
sin segundo capítulo. 
Deja pasar el tiempo, más sorpréndete
recordándome en flashes esporádicos
y sintiendo al hacerlo un sicalíptico
látigo por tu gónadas. 
Descúbrete a menudo preguntándote
qué será de este crápula. 
Y un día, sin siquiera proponértelo
rescata de tus dígitos mi número. 
Llámame por teléfono
y alégrate de oírme. Retransmíteme, 
ponme al día de cómo can tus crónicas
y escucha como narro mis anécdotas. 
Y al final, algo tímidos, citémonos. 
En cualquier cafetín de corte clásico
volvámonos a ver, sintiendo idéntico 
vértigo en el estómago. 

Y en ese instante, quiéreme. 
Apenas pasen un par de centésimas
sintámos al unísono un relámpago
de éxtasis limpio y cándido, 
y en un crescendo cinematográfico
dejémonos de artificios y máscaras. 
Rindámonos a la atracción magnética
que gritan nuestros átomo
y sintámonos de placer pletóricos
por sentirla recíproca. 
Unidos en un abrazo simétrico 
perdámonos por esas calles lógebras
regalándonos en cada parquímetro 
con besos mayestáticos
que causen graves choques de automóviles
y estropeen los semáforos. 

Y para siempre, quiéreme. 
Dejemos que se haga fuerte el vínculo, 
unamos nuestro caminar errático, 
declarémonos cómplices, 
descubramos restaurantes asiáticos, 
compartamos películas, 
contemplemos bucólicos crepúsculos, 
charlemos de poética y política
y celebremos nuestras onomásticas
regalándonos fruslerías simbólicas 
en veladas románticas. 

Y entre una y otra, quiéreme. 
Dejemos de quedar con el grupúsculo
de amigos. Que les follen por la próstata. 
Pues si ponemos el asunto en diáfano
solo eran una pandilla de imbéciles. 
Cerrémonos, y en un afán orgiástico
con afición sigamos explorándonos, 
buscando como ávidos heroinómanos 
el subidón de aquel polvo iniciático. 

Y aunque no lo logremos. Da igual. 
Quiéreme. 
Para evitar que nuestra vida íntima
se corrompa con óxido. 
Busquemos alternativas lúdicas. 
Apuntémonos a clases de kárate
o danzas vernáculas. 
Juntémonos en cursos gastronómicos. 
Presentémonos
a nuestros mutuos próceres
anteriores del árbol genealógico
y a lo largo del cónclave
sintámonos con ellos algo incómodos, 
más felices de haber pasado el trámite. 

Y quiéreme después. Sigue queriéndome, 
continuando con el proceso lógico. 
Juntemos nuestras vidas en un sólido
matrimonio eclesiástico, 
casémonos a la manera clásica, 
hagamos un bodorrio pantagruélico, 
y cuál pájaro de temporada en éxodo
vayámonos de viaje hacia los trópicos
y bailémos el sóngoro cosóngoro
mientras bebemos cócteles exóticos. 

Y al regresar, sentemos nuestros cráneos.
Comprémonos un piso. Hipotequémonos. 
Llenémoslo con electrodomésticos 
y aparatos eléctricos, 
y paguemos en precio de las dádivas
regalándole nueve horas periódicas
a trabajos insípidos
que permitan llenar el frigorífico. 

Y mientras todo ocurre, 
solo quiéreme. 
Del fondo de tu útero 
saquemos unos cuantos hijos pálidos, 
bauticémoslos con nombres de apóstoles, 
llenémoslos de amor y contagiémoslos
con nuestra lóbrega tristeza crónica. 
Apuntémoslos a clases de música, 
de mímica y de álgebra, 
y démosles zapatos ortopédicos, 
aparatos dentales costosísimos, 
fórmulas matemáticas
y complejos edípicos
que llenen el diván de los psicólogos. 
Releguemos nuestro ritual erótico
a las noches del sábado. 
Cuando ellos salgan vestidos de góticos
a ponerse pletóricos, 
ciegos a barbitúricos. 
Paguémosles las tasas académicas
a los viajes a Ámsterdam. 
Dejemos que presenten a sus cónyuges
y al final, entreguémoslos
para que los devoren las mandíbulas
de este mundo famélico. 

Y ya sin ellos, quiéreme. 
A lo largo de apuros económicos
y de exámenes médicos, 
mientras que nos volvemos antiestéticos
más cínicos, sarcásticos, 
nos aplaste el sentido del ridículo
y nos comen los cánceres y úlceras. 
Quiéreme aunque nos quedemos sin diálogo
y te pongan histérica mis hábitos. 
Enfádate, golpéame, hasta grítame
y como única válvula catártica
desahógate en relaciones adulteras
con amantes más jóvenes
y regresa entre lágrimas y súplicas
perjurándome que aún sigues amándome. 

Y yo contestaré tan solo, 
quiéreme. 
Quiéreme aunque te premie salpicándote
en escándalos cíclicos
y te insulte, y te haga sentir minúscula,
y me pase humillandote,
y me haya vuelto un sátrapa 
que roza cada día el coma etílico, 
y me haya vuelto politoxicómano, 
y me conozcan ya en cada prostíbulo. 

Continúa queriendome
mientras pasan espídicas las décadas, 
y nos envuelve el tiempo maquiavélico
en un líquido amniótico
que borre el odio que arde en nuestros glóbulos,
y nos arroje al hospital geriátrico
a compartir habitación minúscula, 
inválidos, mirándonos
sin más fuerza ni diálogo
que el eco de nuestras vacías cáscaras. 
Quiéreme para que pueda decirte
cuando vea la sombra de mi lápida, 
y antes de que venga y cierre la mano
de la muerte mis párpados:

"Ojalá,
ojalá como dijo aquél filósofo
el tiempo sea cíclico
y volvamos de nuevo reencarnándonos
en dos vidas idénticas. 
Y cuando en el umbral redescubierto
de una noche de miércoles pretérita, 
tras chocarme contigo, 
gritándote, me digas "uy, perdóname", 
le ruego que permita el Dios auténtico
que recuerde en un segundo epifánico
cómo será el futuro de este cántico, 
cómo irán nuestras flores corrompiendose, 
cómo acabaré odiandote, 
cómo destrozare cuanto fue insólito
en este ser, 
cómo la vida empírica
nos tornará en autómatas patéticos
hasta llevarnos a la justa antípoda
de nuestro sueño idílico. 

Y sabiendo todo esto, anticipándolo, 
pueda mirar directo a los ojos
y conociéndolo muy bien, sabiendo
el devenir de futuras esdrújulas, 
destrozando de un pisotón mi brújula
te diga solo, 
quiéreme. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario